Agosto 16, 2010 / ElChiltepin > Nacional
Es facultad del Estado definir los objetivos de la educación. Inherente a su naturaleza es afirmar la preeminencia de un interés sobre otro, de una cosmovisión sobre otra, de un grupo de poder sobre otro.
En medio de la celebración bicentenaria, habría que empezar por aceptar que uno de los rasgos más característicos de México, de la Conquista al porfiriato, ha sido la inequidad, sustentada en el dominio que un grupo de interés ha ejercido sobre la conciencia nacional, y que se ha traducido en acumulación de poder y de riqueza sin precedente.
Pese a los valiosos intentos de la generación liberal del 57 por sentar las bases de una sociedad más equitativa, no fue sino hasta la consumación de la Revolución y su desarrollo institucional cuando México inició un camino cualitativamente diferente.
Un somero análisis de los índices de desarrollo humano de los mexicanos en los albores del siglo XX revela claramente una situación de franco retraso: analfabetismo superior a 80%; desnutrición de más de 60% de la población; incomunicación de más de 70% del territorio; uso del castellano como lengua nacional de menos de 30% de la población; sólo por mencionar algunos datos.
Es en esta perspectiva histórica donde la educación nacional, impartida y bajo la responsabilidad del Estado, muestra toda su dimensión política. Porque fue el régimen surgido del acuerdo posrevolucionario el que se hizo cargo de la definición de la dirección en la formación de conciencias y la construcción de valores colectivos.
Así, en poco más de cinco décadas, México logró un despliegue educativo verdaderamente asombroso. Sin embargo, alrededor de la década de los 70 se aprecia un estancamiento en el avance hasta entonces sostenido, y la aparición de nuevos rezagos, alentados por la incapacidad del país para generar riqueza, aprovechar las corrientes de pensamiento que iban abriéndose paso, y por la negación a aceptar que sólo la adecuada inserción de México en el mundo, en situación de competitividad, podrían realzar el país.
Uno de los cambios más significativos que la educación implantada por el régimen generó fue algo, quizá imprevisto o no deseado, pero que vino a resultar su mejor saldo, y fue que esta educación estimuló la aparición de un ciudadano más atento a la vida política y más decidido a participar en ella.
Ya desde fines de los años 80 se reconocía que el régimen político mostraba signos de caducidad, y que era necesario reformularlo, no sólo desde el interés del gobierno, sino desde el de la ciudadanía renovada que iba surgiendo.
Sin embargo hoy, después de 10 años de alternancia en el gobierno federal, de contar con un Congreso federal plural y de tener un abanico amplísimo de gobiernos de todas las banderías políticas, es posible afirmar que no hemos reconocido que el régimen político dejó de funcionar ni hemos alcanzado a sustituirlo por otro.
Los saldos entregados por el régimen político que concluyó hablan de un país menos polarizado. El sistema educativo que alcanzó este logro, que buscaba el equilibrio a través de la formación de los individuos, no pudo llegar a propiciar que México alcanzara niveles de desarrollo más dinámicos.
Hace más de 30 años que la economía no crece o lo hace marginalmente; la pobreza se expande sostenidamente; las expectativas para una enorme masa juvenil son inexistentes; el país expulsa cada ves más mexicanos a otras economías más dinámicas; complejos fenómenos de inseguridad y violencia irrumpen en la armonía nacional; nuevas pandemias limitan el desarrollo pleno del individuo.
Con todo y que estos fenómenos no derivan de la acción directa de la educación, sería absurdo no reconocer que ella no hace todo lo que podría hacer para superarlos y contribuir a un desarrollo nacional cualitativamente distinto.
Es pues la hora de preguntarnos: educación ¿para qué?, ya que si bien seguimos considerándola una pieza esencial en la construcción del porvenir, y todavía factor muy relevante de movilidad social, cada vez recibimos menos de ella.
Cuando se afirma que la educación nacional ha dejado de estar sometida al régimen político en el poder, el propósito es entonces convocar a que, desde otra perspectiva histórica, defendamos qué queremos de la educación y cómo podemos participar para obtener esto que queremos.
En tanto la educación nacional respondió al régimen político que la determinaba, lo que prevalecía era la obligación del Estado de proporcionarla por encima del derecho ciudadano a recibirla.
Ambas premisas (que la educación debe ser un derecho antes que una obligación y que los logros de esta educación dejaron de ser factor del impulso nacional y se resignó a ser sólo un factor compensatorio entre muchos otros) nos obligan a repensar qué educación es la que necesitamos, de cara a esta era del conocimiento que determina el desarrollo humano y frente a los enormes rezagos que no hemos sido capaces de superar a lo largo de años.
De cara al futuro, y rindiendo homenaje a la herencia que recibimos del pasado, tenemos que reconocer que sólo seremos libres cuando seamos capaces de saber con claridad hacia dónde queremos ir.
Elba Esther pide repensar la educaciĆ³n
Ciudad de México a 16 de agosto de 2010.- Así como educarse es una de las primordiales responsabilidades de los individuos, educar es primordial responsabilidad del Estado.Es facultad del Estado definir los objetivos de la educación. Inherente a su naturaleza es afirmar la preeminencia de un interés sobre otro, de una cosmovisión sobre otra, de un grupo de poder sobre otro.
En medio de la celebración bicentenaria, habría que empezar por aceptar que uno de los rasgos más característicos de México, de la Conquista al porfiriato, ha sido la inequidad, sustentada en el dominio que un grupo de interés ha ejercido sobre la conciencia nacional, y que se ha traducido en acumulación de poder y de riqueza sin precedente.
Pese a los valiosos intentos de la generación liberal del 57 por sentar las bases de una sociedad más equitativa, no fue sino hasta la consumación de la Revolución y su desarrollo institucional cuando México inició un camino cualitativamente diferente.
Un somero análisis de los índices de desarrollo humano de los mexicanos en los albores del siglo XX revela claramente una situación de franco retraso: analfabetismo superior a 80%; desnutrición de más de 60% de la población; incomunicación de más de 70% del territorio; uso del castellano como lengua nacional de menos de 30% de la población; sólo por mencionar algunos datos.
Es en esta perspectiva histórica donde la educación nacional, impartida y bajo la responsabilidad del Estado, muestra toda su dimensión política. Porque fue el régimen surgido del acuerdo posrevolucionario el que se hizo cargo de la definición de la dirección en la formación de conciencias y la construcción de valores colectivos.
Así, en poco más de cinco décadas, México logró un despliegue educativo verdaderamente asombroso. Sin embargo, alrededor de la década de los 70 se aprecia un estancamiento en el avance hasta entonces sostenido, y la aparición de nuevos rezagos, alentados por la incapacidad del país para generar riqueza, aprovechar las corrientes de pensamiento que iban abriéndose paso, y por la negación a aceptar que sólo la adecuada inserción de México en el mundo, en situación de competitividad, podrían realzar el país.
Uno de los cambios más significativos que la educación implantada por el régimen generó fue algo, quizá imprevisto o no deseado, pero que vino a resultar su mejor saldo, y fue que esta educación estimuló la aparición de un ciudadano más atento a la vida política y más decidido a participar en ella.
Ya desde fines de los años 80 se reconocía que el régimen político mostraba signos de caducidad, y que era necesario reformularlo, no sólo desde el interés del gobierno, sino desde el de la ciudadanía renovada que iba surgiendo.
Sin embargo hoy, después de 10 años de alternancia en el gobierno federal, de contar con un Congreso federal plural y de tener un abanico amplísimo de gobiernos de todas las banderías políticas, es posible afirmar que no hemos reconocido que el régimen político dejó de funcionar ni hemos alcanzado a sustituirlo por otro.
Los saldos entregados por el régimen político que concluyó hablan de un país menos polarizado. El sistema educativo que alcanzó este logro, que buscaba el equilibrio a través de la formación de los individuos, no pudo llegar a propiciar que México alcanzara niveles de desarrollo más dinámicos.
Hace más de 30 años que la economía no crece o lo hace marginalmente; la pobreza se expande sostenidamente; las expectativas para una enorme masa juvenil son inexistentes; el país expulsa cada ves más mexicanos a otras economías más dinámicas; complejos fenómenos de inseguridad y violencia irrumpen en la armonía nacional; nuevas pandemias limitan el desarrollo pleno del individuo.
Con todo y que estos fenómenos no derivan de la acción directa de la educación, sería absurdo no reconocer que ella no hace todo lo que podría hacer para superarlos y contribuir a un desarrollo nacional cualitativamente distinto.
Es pues la hora de preguntarnos: educación ¿para qué?, ya que si bien seguimos considerándola una pieza esencial en la construcción del porvenir, y todavía factor muy relevante de movilidad social, cada vez recibimos menos de ella.
Cuando se afirma que la educación nacional ha dejado de estar sometida al régimen político en el poder, el propósito es entonces convocar a que, desde otra perspectiva histórica, defendamos qué queremos de la educación y cómo podemos participar para obtener esto que queremos.
En tanto la educación nacional respondió al régimen político que la determinaba, lo que prevalecía era la obligación del Estado de proporcionarla por encima del derecho ciudadano a recibirla.
Ambas premisas (que la educación debe ser un derecho antes que una obligación y que los logros de esta educación dejaron de ser factor del impulso nacional y se resignó a ser sólo un factor compensatorio entre muchos otros) nos obligan a repensar qué educación es la que necesitamos, de cara a esta era del conocimiento que determina el desarrollo humano y frente a los enormes rezagos que no hemos sido capaces de superar a lo largo de años.
De cara al futuro, y rindiendo homenaje a la herencia que recibimos del pasado, tenemos que reconocer que sólo seremos libres cuando seamos capaces de saber con claridad hacia dónde queremos ir.